Con este pequeño relato, dejo una caricia sanadora, para esas personas que cuidan a otros y cuyas necesidades, con demasiada frecuencia, se vuelven invisibles.
Lo que no se ve
Rosario amarraba fuerte a los travesaños de la cama, las
manos de Antonio. Para que él, en la anestesia del sueño, no se quitara las
sondas que impunemente se colaban por diversos orificios de su cuerpo. La
intención era buena, pero no la manera.
¿Cómo podría él, rascarse los pies invisibles?, se preguntaba
Laura. Y con el angustioso ruego de no ser nunca esas manos: Ni las que son
atadas ni las que atan, consiguió trazar un mapa mental perfecto que le
permitía recorrer a gatas y a oscuras,
la distancia que separaba su habitación de la de ellos. Allí desataba las manos
del anciano. Al amanecer, corría a la habitación donde la buena suerte y la
complicidad de su abuelo la esperaron cada mañana. Hasta aquella de otoño
tardío, en la que Antonio, marchó en busca de aquellos pies que ansiosos de
libertad, se fueron un día sin él.
BCP
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