miércoles, 25 de octubre de 2023

                  EL REGALO DE LA ABUELA



A veces vi llover desde mi ventana. Muchas veces, vi llover en mi interior. Pero nunca antes, vi llover bajo mi tejado hasta aquella tarde de octubre, en que los techos se deshicieron en agua y el suelo se transformó en un río bravo.

Irrumpía el agua bajo la puerta de la calle, cuando recordé aquel paraguas que me regaló mi abuela hacía tantos años ya: “Un día te hará falta”, me dijo.


Nunca llegué a estrenarlo. Siempre me pareció excesivamente grande para lo poco que llueve en mi pueblo y no le encontré sentido a su estampado, donde coexisten dibujos inconexos de todo lo que uno pueda imaginar: unos enteros y otros fragmentados o desdibujados.


El agua subía las escaleras tras mis pasos, a una velocidad preocupante. El paraguas me aguardaba paciente en la percha de mi dormitorio, donde mi abuela lo depositó en su día y donde había permanecido desde entonces, como una manera de expiar mi culpa por no haberlo estrenado mientras ella aún vivía.


Lo abrí y lo agarré con fuerza, como si la vida entera dependiera de ese gesto. Sobre mi cabeza quedaron expuestos los objetos incoherentes del estampado: una libreta, una pirámide de Egipto, una nota musical, una mesa de colegio, un fonendoscopio…Absorta como estaba, me sorprendió la avalancha líquida  que derribó la puerta de mi cuarto de golpe, empujándome con fuerza hasta la reja de mi ventana, que cedió como mantequilla y me dejó a la deriva en mi calle-río, donde me adelantaban vecinos, agarrados, cada uno, a sus respectivos paraguas: Todos ellos, tenían estampados semejantes al mío. No había dos iguales, pero todos acumulaban objetos íntegros y rotos y no parecían guardar relación alguna entre sí. La corriente de mi río falaz, se unió al curso del verdadero, regalándome ese hecho la posibilidad de pasar junto al arce centenario. Danzó mi corazón en el pecho cuando vi a mis abuelos sentados entre sus ramas, brindándome paz a través de la serenidad de sus miradas. Tomé, entonces, conciencia de mi propia calma, de mi desnudez de miedos…Centré la atención en las personas que poblaban la corriente: vi a un niño con un paraguas inmenso, dibujado de juguetes y corazones intactos. Vi a una mujer de mi edad, cuyo paraguas, solo albergaba dibujos destrozados…y me encontré con mi madre, que varada en una margen del río se abrazaba a los alambres de lo que debió ser su paraguas. Entonces, lo entendí todo: la pirámide rota sobre mi cabeza. ¿Cuándo dejé abandonado el sueño de viajar a Egipto?. El fonendoscopio incompleto: siempre quise estudiar medicina, pero nunca logré la nota suficiente. La mesa perfecta de aula: la docencia, esa vocación tardía encontrada, tal vez, por destino. La libreta representaba la escritura: refugio y sanación. Y ese corazón remendado…


El estampado intacto de cada paraguas, correspondía a los sueños aún acariciados y atesorados por sus dueños. Los fragmentados, en cambio, representaban aquellos que habían sido abandonados o deshechos por las decepciones.


El paraguas, la esperanza que nos salva siempre de ese río inhóspito que es tantas veces, la vida.


Lo abracé, mostrando así infinita gratitud hacia mi abuela. Lloré por mi madre y su esperanza desdibujada. Cerré los ojos y descansé en los latidos perseverantes de mi  corazón remendado, dejándome acariciar por la corriente, con la absoluta certeza de que en algún momento dejaría de llover…