Cierto día, a un emperador se le ocurrió la idea de distribuir alimentos sabrosos y en abundancia a unas cuantas aldeas pobres de la zona; pero puso una condición: sólo podrían disfrutar de la comida con los palillos que se les suministrasen.
En realidad este requisito era una forma de hacerles sufrir, pues él ya sabía que aquellos palillos eran demasiado largos, casi tanto como remos, por lo que la tarea iba a ser prácticamente imposible.
Pasado un tiempo, el emperador comenzó a visitar de incógnito las aldeas para ver cómo iba el experimento. Llegó a la primera justo a la hora de la cena y se escondió tras unos arbustos. Allí descubrió que todos los comensales tenían cara de hambrientos y parecían desnutridos… pues por más que estiraban sus brazos nunca conseguían llevarse nada a la boca.
Al día siguiente visitó una nueva aldea, y al siguiente otra, y otra, y otra… pero la experiencia era siempre la misma: todos pasaban hambre. Pero un día llegó a una aldea donde, con gran asombro, descubrió que todos tenían un semblante alegre, parecían bien alimentados y tranquilos.
Lo primero que sospechó es que habían desobedecido sus órdenes y que estaban comiendo con las manos, por lo que pensó en castigarles, aún así se espero a la noche para ver su manera de proceder en la mesa.
Pero no pudo castigarles pues, tras los arbustos, descubrió como cada uno de los comensales se preocupaba de alimentar con los largos palillos al que tenía enfrente.
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